miércoles, 2 de junio de 2010

15 años en la calle







Harto ya de ser un guiñapo sospechoso en el escaparate de los cajeros, expuesto todas las noches a la maldad de los insensatos, soportando las amenazas y las burlas crueles de los muchachos que los fines de semana entraban a sacar dinero o bien a hacerse rayas de cocaína; tener que suplicar con una mirada implorante -nunca exagerada o fingida sino fruto de mi desesperación- para conseguir unas monedas para comprar el vino que sin ningún tipo de escapatoria posible me urgia permanentemente; expulsado, con mayor o menor consideración, por los guardias de seguridad del banco, bien fuese por la noche o a cualquier hora de la madrugada, diluviase o hiciese un frio de mil demonios, y tener que empezar a deambular en soledad con pasos vacilantes por las calles en busca de cualquier refugio incierto hasta el amanacer. Entonces, me oprimía la sensación de hallarme en un campo de combate perpetuo. Esas noches me invadía un sentimiento de rabia y desaliento por los años desperdiciados y la falta de severidad conmigo mismo; me autoflagelaba con el látigo de los recuerdos felices y al mismo tiempo maldiciendo cómo mi estúpida soberbia y el exceso de confianza en mi mismo me habían destrozado la vida.

Una noche, unos muchachos visiblemente enloquecidos -por todo lo que se habrían metido en el cuerpo- empezaron a golpear violentamente los cristales del cajero. Atemorizado por su actitud violenta y escandalosa me negué a abrirles el cerrojo. Entonces empezaron a golpear la puerta del banco con botellas y patadas gritando furiosamente y haciéndome gestos amenazantes. Al ver que uno de ellos empezaba a golpear los cristales con la cabeza ya no tuve ninguna duda del estado de descontrol en que se encontraban. En segundos tuve que decidir qué haría si de alguna forma conseguían romper los cristales y entrar. Yo llevaba en la bolsa dos cuchillos; pero una cosa es la hipotética seguridad que te da el llevarlos y otra – ésta gravísima, y que puede ya definitivamente arruinar tu vida- es utilizarlos. Decidí ignorarles. Me dí la vuelta sobre los cartones y fingí que seguía durmiendo. Al cabo de una media hora, viendo la imposibilidad de romper los cristales se marcharon amenazando que volverían para entrar fuese como fuese. Noté que mi garganta palpitaba y que toda mi red nerviosa estaba a punto de traspasar los límites de lo soportable. Esperé unos minutos y no pudiendo soportar ya más la tensión que estaba a punto de aniquilarme, abrí la puerta y salí del banco con paso rápido. Vi que no me esperaban y me perdí el resto de la noche por las calles sollozando de rabia e impotencia, maldiciéndome por no ser capaz de dejar el maldito alcohol que me tenía prisionero en esa cárcel infinita que es la calle.
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